The Brutalist

The Brutalist tiene todo para convertirse en una película inolvidable: una historia potente, una dirección impecable y un Adrien Brody en estado de gracia. Durante su primera mitad, la película es una obra maestra en construcción, con un tono hipnótico que envuelve al espectador en su atmósfera densa y fascinante. Pero entonces llega el intermedio, y con él, un cambio de tono que no le sienta demasiado bien. No es que la segunda mitad sea mala, pero sí pierde parte de la fuerza y la coherencia que la habían convertido en algo excepcional.

La historia sigue a un arquitecto que, tras la guerra, busca dejar su huella en el mundo con un estilo propio y una visión inquebrantable. En su primera parte, la película se desarrolla con un pulso firme, explorando las ambiciones, los sacrificios y las sombras de la creación artística con una intensidad casi hipnótica. Es cine en su máxima expresión, con una fotografía deslumbrante y una dirección que sabe jugar con el espacio y la luz para convertir cada plano en una obra de arte.

Pero tras el intermedio, algo se rompe. El cambio de tono es demasiado brusco, y la narración pierde la elegancia con la que había avanzado hasta entonces. Se vuelve más errática, menos sutil, y aunque sigue teniendo momentos brillantes, la sensación de estar viendo un clásico instantáneo se va diluyendo poco a poco. No es suficiente para arruinar la experiencia, pero sí para que The Brutalist no alcance la grandeza absoluta que parecía tener al alcance de la mano.

Aun así, hay que reconocer lo impresionante que es en el apartado técnico. La dirección de fotografía, el diseño de producción y la puesta en escena son de un nivel altísimo, y Adrien Brody se entrega por completo al papel, ofreciendo una de sus mejores interpretaciones en años. Puede que no sea perfecta, pero The Brutalist sigue siendo una maravilla que merece ser vista, admirada y discutida.

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